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La broma infinita

David Foster Wallace

Traducción de Marcelo Covián. Mondadori, 2002. 1208 páginas, 30 euros

Diego DONCEL | Publicado el 16/01/2003 |  Ver el número en PDF

Desde que en 1996 la Little, Brown & Company publicara La broma infinita, la crítica norteamericana ha querido ver en ella un icono de la nueva sensibilidad.

Innovadora, desmesurada, inteligente, eran los adjetivos más utilizados para calificar su más de un millar de páginas. Considerada como un clásico de nuestros días, se veía en ella una forma de homenaje y profanación de los postulados postmodernistas, y una forma de superación de la herencia de Pynchon, de William Gaddis o de Burroughs.

Novela compleja, con esa complejidad que reclamaba Don DeLillo para expresar el oleaje rico y denso de la experiencia actual, novela crítica sobre nuestro modelo presente de cultura, es además una novela soberbiamente escrita. El despliegue de recursos, la portentosa imaginación, el retrato de los personajes, la misma trama argumentativa están encaminados a describir un mundo occidental y el futuro devorado por sus propios mitos, que tienen en el placer y el consumo una nueva modalidad de vida y donde el tono melancólico de dejación es el mismo que de una y otra manera ha tratado de narrar la generación a la que Wallace pertenece.

David Foster Wallace ha creado para ello una sociedad futurista donde el calendario está regido por marcas comerciales, los cambios políticos han llevado a instaurar un totalitarismo ecológico y los grupos terroristas campan a sus anchas. Todo esto para crear una compleja red de elementos satíricos que se centran en los dos grandes temas narrativos de nuestro tiempo: el de la identidad personal y el del derrumbe de la institución de la familia. Por sus páginas desfilan seres atenazados por la droga y la farmacología, desequilibrados por las normas sociales y por una personalidad en crisis.

Se puede achacar a la novela el dar lugar a un revoltijo psicodélico de caracteres, anécdotas, bromas, monólogos... Se puede achacar también también la profusión de tramas secundarias, la sospecha de encontrarnos ante algo no sufientemente reposado, pero Wallace cuando recorre a la erudición, cuando disecciona toda la cultura pop de nuestra época es magistral. Su vanguardismo tiene razón de ser en tanto nace ciertamente de querer contemplar la realidad en toda su complejidad icónica y simbólica, y a la vez el dar una vuelta de tuerca a la tradición de la narrativa norteamericana. Esta galería de personajes adictos al escapismo, en constante rehabilitación dibujan una consecuencia de nuestras peores pesadillas.

Jonathan Franzen dijo de la novela de Foster Wallace que era una crítica de la cultura de la hospitalidad pasiva. La ironía y la sátira son los elementos básicos de su sentido del humor. D. F. Wallace representa en nuestro imaginario literario esa creencia de que la gran literatura es tan peligrosa como el fuego, pero nadie puede quitarnos la belleza de su peligro. Aunque a Wallace se le podría decir lo que Nietzsche opinó de Kant: que era un cerebro fino y un alma pedantesca.





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