Desde
que en 1996 la Little, Brown & Company publicara La broma infinita,
la crítica norteamericana ha querido ver en ella un icono de la nueva
sensibilidad.
Innovadora, desmesurada, inteligente, eran los
adjetivos más utilizados para calificar su más de un millar de páginas.
Considerada como un clásico de nuestros días, se veía en ella una forma
de homenaje y profanación de los postulados postmodernistas, y una forma
de superación de la herencia de Pynchon, de William Gaddis o de
Burroughs.
Novela compleja, con esa complejidad que reclamaba Don
DeLillo para expresar el oleaje rico y denso de la experiencia actual,
novela crítica sobre nuestro modelo presente de cultura, es además una
novela soberbiamente escrita. El despliegue de recursos, la portentosa
imaginación, el retrato de los personajes, la misma trama argumentativa
están encaminados a describir un mundo occidental y el futuro devorado
por sus propios mitos, que tienen en el placer y el consumo una nueva
modalidad de vida y donde el tono melancólico de dejación es el mismo
que de una y otra manera ha tratado de narrar la generación a la que
Wallace pertenece.
David Foster Wallace ha creado para ello una
sociedad futurista donde el calendario está regido por marcas
comerciales, los cambios políticos han llevado a instaurar un
totalitarismo ecológico y los grupos terroristas campan a sus anchas.
Todo esto para crear una compleja red de elementos satíricos que se
centran en los dos grandes temas narrativos de nuestro tiempo: el de la
identidad personal y el del derrumbe de la institución de la familia.
Por sus páginas desfilan seres atenazados por la droga y la
farmacología, desequilibrados por las normas sociales y por una
personalidad en crisis.
Se puede achacar a la novela el dar lugar
a un revoltijo psicodélico de caracteres, anécdotas, bromas,
monólogos... Se puede achacar también también la profusión de tramas
secundarias, la sospecha de encontrarnos ante algo no sufientemente
reposado, pero Wallace cuando recorre a la erudición, cuando disecciona
toda la cultura pop de nuestra época es magistral. Su vanguardismo tiene
razón de ser en tanto nace ciertamente de querer contemplar la realidad
en toda su complejidad icónica y simbólica, y a la vez el dar una
vuelta de tuerca a la tradición de la narrativa norteamericana. Esta
galería de personajes adictos al escapismo, en constante rehabilitación
dibujan una consecuencia de nuestras peores pesadillas.
Jonathan
Franzen dijo de la novela de Foster Wallace que era una crítica de la
cultura de la hospitalidad pasiva. La ironía y la sátira son los
elementos básicos de su sentido del humor. D. F. Wallace representa en
nuestro imaginario literario esa creencia de que la gran literatura es
tan peligrosa como el fuego, pero nadie puede quitarnos la belleza de su
peligro. Aunque a Wallace se le podría decir lo que Nietzsche opinó de
Kant: que era un cerebro fino y un alma pedantesca.